Mi primera clase de yoga
La primera vez que fui a una clase de yoga surgió de la idea de acompañar a mi madre durante mi adolescencia.
Ella practicaba yoga desde hacía varios años de forma regular con una maestra que había consolidado un fantástico grupo de mujeres practicantes o yoguinis.
En realidad no sabía qué iba a pasar durante ese tiempo, pero la curiosidad por descubrir aquello que tenía "enganchada" a mi madre era mayor que la timidez.
Me llamó la atención el espacio: una modesta sala llena de luz, limpia y tranquila. Las alumnas que iban llegando, dejaban sus objetos personales y se descalzaban. Tomaban una esterilla y con buen ánimo la desenrollaban y se iban colocando cada una en su lugar, como si de un ritual se tratara.
La maestra se sentó en su esterilla y todas guardaron silencio. Ella comenzó a hablar con voz suave y tranquila y la clase comenzó...
El desconcierto inicial por no saber qué hacer dio paso a imitar las posturas de las compañeras y a seguir con atención las instrucciones que con tanta amabilidad ofrecía la profesora. Después re-descubrí mi cuerpo en silencio, en atención plena y la respiración le siguió con naturalidad.
La paciencia y el buen saber de la maestra, nos guiaba a todas (principiantes y veteranas) a una maravillosa sinergia donde se respetaba lo que cada una allí estábamos transmutando, una especie de sabiduría interna y colectiva se sentía latente
Han pasado unos años desde entonces, y aún sigo descubriendo los beneficios del yoga, esta maravillosa tradición milenaria que tanto aporta para beneficiar a la humanidad.
Ella practicaba yoga desde hacía varios años de forma regular con una maestra que había consolidado un fantástico grupo de mujeres practicantes o yoguinis.
En realidad no sabía qué iba a pasar durante ese tiempo, pero la curiosidad por descubrir aquello que tenía "enganchada" a mi madre era mayor que la timidez.
Me llamó la atención el espacio: una modesta sala llena de luz, limpia y tranquila. Las alumnas que iban llegando, dejaban sus objetos personales y se descalzaban. Tomaban una esterilla y con buen ánimo la desenrollaban y se iban colocando cada una en su lugar, como si de un ritual se tratara.
La maestra se sentó en su esterilla y todas guardaron silencio. Ella comenzó a hablar con voz suave y tranquila y la clase comenzó...
El desconcierto inicial por no saber qué hacer dio paso a imitar las posturas de las compañeras y a seguir con atención las instrucciones que con tanta amabilidad ofrecía la profesora. Después re-descubrí mi cuerpo en silencio, en atención plena y la respiración le siguió con naturalidad.
La paciencia y el buen saber de la maestra, nos guiaba a todas (principiantes y veteranas) a una maravillosa sinergia donde se respetaba lo que cada una allí estábamos transmutando, una especie de sabiduría interna y colectiva se sentía latente
Han pasado unos años desde entonces, y aún sigo descubriendo los beneficios del yoga, esta maravillosa tradición milenaria que tanto aporta para beneficiar a la humanidad.